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          Las fiestas más esperadas por los jóvenes del pueblo fueron, sin duda alguna, los Carnavales, porque en ellas podían demostrar lo que eran capaces de hacer con mucha imaginación y pocos recursos.

           Acabados los festejos navideños, en los gélidos y ociosos días de enero y febrero, las cuadrillas de mozos se reunían y preparaban con entusiasmo sus disfraces para salir de "zarramacos". Lo mismo hacía las mozas para confeccionar sus trajes regionales. Hay que resaltar el hecho de que solamente se disfrazaban los mayores de 14 años. Si eran varones y querían participar con todos los derechos, antes habrían de haber pagado el canon establecido al "alcalde de los mozos"

           Llegado el día, el pueblo era invadido por unos seres extraños, dignos de una película de terror, que hacían las delicias de los mayores, causaban verdadero pánico a los más pequeños y atraían a las bellas señoritas engalanadas con atuendos regionales. Todo era bullicio, color, alegría frenética, bailes amenizados por los famosos dulzaineros "el Chispas, el Rana y el Minuto".

           El acto más relevante era la carrera del gallo. Se hacía por la tarde. En la calle Real, en el lado más estrecho de la misma, se pasaba una soga de una ventana a otra de la acera contraria. En el centro se ataba un hermoso gallo con la cabeza hacia abajo.

           Los mozos con sus monturas "mulos o caballos" bien jaezados, después de desfilar alrededor del pueblo, salían desde la plaza, de uno en uno, a galope tendido calle Real arriba. Al llegar a la altura donde pendía el gallo, se erguían lo máximo posible e intentaban agarrarlo por la cabeza. En las ventanas, junto a la soga, se ubicaban dos personas encargadas de tensarla hacia abajo y soltarla en el instante en que el mozo hacía ademán de coger el gallo. Estas personas hacían de jueces para que nadie hiciera trampas. Era muy difícil hacerse con el trofeo, por lo que los mozos habían de pasar varias veces hasta conseguirlo, entre el griterío y los aplausos del público. El mozo que lo conseguía daba una vuelta de honor por el pueblo. Ese día era considerado como un héroe por todos los vecinos.

           El Miércoles de Ceniza era también especial. Por la mañana el pueblo asistía a misa para que el sacerdote le impusiera la ceniza. Ésta procedía de los ramos bendecidos que sobraron de la procesión del Domingo de Ramos del año anterior. El sacristán los guardaba y este día los quemaba para que el sacerdote la bendijera y la impusiera a los fieles.

           A la salida de misa los "zarramacos" cargados con sacos y alforjas llenas de ceniza, la lanzaban sobre la gente, especialmente sobre las mozas, al compás de las jotas castellanas interpretadas por los dulzaineros. Lo que empezaba en la puerta de la Iglesia, se prolongaba alrededor del pueblo, participando todo el mundo, sin que surgiera enfado alguno.

           Por la tarde, con el Entierro de la Sardina se cerraban los Carnavales. Era un entierro en toda la regla, música, plañideras, acompañamiento masivo, lloros, risas y baile. Al llegar al destino, antes de enterrar al "difunto", se leía un panegírico, exaltando los valores de Don Carnal en contraposición a las miserias de la vida de privación y opresión física y espiritual.

           Eran unas fiestas, donde imperaba la imaginación ante los escasos medios económicos, la actividad frente a la apatía, la alegría frente a la tristeza, el amor "carnal" frente al odio. Simplemente eran fiestas populares.

           ¡Ojalá, Tubilla vuelva a revivir aquellos momentos!

Delfín Cerezo

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